El perro de mi infancia

Aquel día tenía más ganas de llegar a casa que de costumbre, pues según me habían dicho al salir del colegio, al cruzar la puerta me encontraría con una sorpresa: un nuevo miembro de la familia. En realidad, no era el primer perro que entraba a formar parte de mi corta vida, pues ya teníamos una perrita recogida de la calle y, con anterioridad,  habíamos tenido un cachorro precioso que no contaba ni cuatro meses de edad cuando una enfermedad se lo llevó por delante. Por ello, esta era una nueva oportunidad para una, ya por aquel entonces, amante de los animales, además de hija única, de tener un compañero de juegos. Recuerdo como si fuera ahora la emoción con la que recorrí el camino a casa; era un sentimiento puro e imperturbable, pues como todo niño, cualquier preocupación mundana me era completamente ajena. Llegaría a casa y allí estaría mi nuevo amigo; eso era todo lo que ocupaba mi mente, y nada ni nadie podían estropearlo.
Entré en el salón tan rápido como pude y por fin lo vi. El flechazo fue inmediato, y visto bajo el prisma del tiempo, me atrevería a decir que fue un sentimiento recíproco, aunque en su momento pudo parecer lo contrario. El bicho en cuestión era, a rasgos generales, una bola de pelo negro y rostro travieso y expresivo que se encontraba tumbada sobre el pecho de mi tío y que, al tiempo que me abalancé sobre él para darle un buen achuchón, intentó morderme. Me asusté. Me lo pensé dos veces antes de volver a intentarlo, pero lo hice, y volvió a pasar. Me asusté de nuevo.


Ese fue el inicio de una gran amistad que no se terminó nunca, ni tan siquiera ahora que ya no puedo acariciar su barba, sentir su calor o escuchar sus gruñidos; pero sí en mi mente puedo reconstruir lo vivido y si le pongo mucho empeño, aún puedo recordar el tacto de su pelo y el grave sonido de su ladrido. Sin embargo, no quiero magnificar su recuerdo en detrimento del resto de perros que han formado parte de mi vida y de los que, por fortuna, aún la forman. Quiero aclarar por ello, que no le he tenido un amor más fuerte que a los demás, pero sí un amor diferente y nada parecido a otro, debido al vínculo que, por las circunstancias y nuestro similar carácter, se estableció entre nosotros.
Mus, pues así se llamaba, fue el perro de mi infancia. Fuimos “niños” a la vez y los dos éramos únicos en casa. Del mismo modo, crecimos a la vez, y fuimos cambiando con el paso del tiempo nuestras respectivas costumbres en armoniosa sintonía el uno con el otro, sintonía que además se vio reforzada por nuestro carácter independiente y serio. Él no me agobiaba, y yo a él tampoco. Mus no necesitaba más que un par de ratos al día de mimos, al igual que yo, y que nos chillasen y nos espachurrasen en exceso nos causaba el mismo desagrado. Éramos en realidad una pareja perfecta que desde el principio, cuando nos medimos las fuerzas en nuestro primer encuentro siendo él un cachorro y yo una niña, quedó claro que ninguno de los dos tenía la sartén por el mango y que nos trataríamos de igual a igual.





Aún hoy, estando yo tan lejos de casa y habiéndonos dejado tú hace alrededor de cuatro años, te recuerdo prácticamente a diario. Probablemente no has sido el mejor perro del mundo, ni tampoco el único perro para mí, pero sí el más especial, porque fuiste el perro de mi infancia.








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