Gafas nuevas
El pasado miércoles cambié de gafas. Esta vez, a pesar de
mis dioptrías, he conseguido por fin una buena oferta: por poco menos de
trescientos euros me he llevado un par. Para quienes la naturaleza les ha
dado un agudo sentido de la vista e ignoran por suerte los precios de las
monturas y las lentes para altas graduaciones esta cantidad puede parecerles
excesiva. Pero yo, miope desde los nueve o diez años, os aseguro que es una
oferta cojonuda.
Después de unos tres años con las mismas gafas empecé a ser
consciente hace poco, aunque de manera sutil, de mi necesidad de arrugar los
ojos para leer los subtítulos de una película o para percibir con claridad una
señal de tráfico. Así que, aunque el desarrollo de este defecto ocular llevaba
estancado unos años, mi nueva graduación me confirmó cómo mi estrecha y obligatoria
relación con los libros me había regalado, además de un poco más de conocimiento, un par de dioptrías.
Así, mi nueva y nítida visión del mundo desde hace un par de
días me ha hecho darme cuenta de la nebulosa en la que me había movido en los
últimos meses. Como en cualquier otro aspecto de la vida que queremos evitar
por resultarnos desagradable o doloroso, trato en vano cada año de retrasar la
visita al oculista como si fuera el propio oftalmólogo, y no el irremediable desarrollo
de esta anomalía ocular, el que me hiciese salir de la consulta con dos
dioptrías más en el bolso después de haber conseguido vendérmelas a buen precio.
A esta visita médica y a la consiguiente adquisición de mi par
de dioptrías nuevas, le sigue siempre un proceso un tanto largo de aceptación de mi nueva circunstancia visual (siempre empeorada). En ese tiempo mi cerebro se
emplea a fondo en engañarme a través de un proceso de repetición mental de ciertas
afirmaciones que, como casi todo, tienen su parte de verdad y también su parte
de falsedad: “¡no es para tanto!”, “¡hay cosas peores!”, “¡tampoco veo mucho
peor!”…Esta última puede que sea la más auténtica, pues en realidad hace ya
muchos años que no me veo los pies en la ducha y que tengo que ponerme las
gafas para lavármelos o cortarme las uñas, así que las cosas no han cambiado
tanto. Sin duda, mi instinto de supervivencia me oculta el hecho de que hace
tres años me veía mejor los pies de lo que lo hago ahora, y que ahora me los
veo mejor de lo que lo haré dentro de dos.
Hoy, tras unos cristales nuevos y lúcidos, veo el mundo con
una limpieza de la que no disfrutaba hace tiempo a pesar de haber perdido visión
en realidad. Paradójicamente, veo peor pero veo mejor. Y es que el tiempo nos estropea
por fuera tanto como nos mejora por dentro. Perdemos facultades y ganamos
experiencia. Aunque nunca dejaré de posponer mi cita con el oftalmólogo por ser
mi talón de Aquiles, no será así con el resto de mis compromisos vitales, a los
que siempre miraré a la cara, cada vez más ciega, pero cada vez más sabia.
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