¿Dónde llevas los pinceles?
“¿Y dónde llevas los pinceles?” “¿Los pinceles?”,
respondí algo confusa, y acto seguido comprendí lo que quería decir y sin que a
ella le diera tiempo a responder de nuevo me expliqué mejor: “creo que te
refieres a Bellas Artes. Yo hice Historia del Arte, así que estudio a quienes
usan esos pinceles, entre otras muchas cosas”. Fue una respuesta bastante simple,
e incluso errónea, pero me sirvió para salir del paso y para dejar claro lo más
importante: que yo ni pinto, ni dibujo, ni esculpo y que, en definitiva, no soy
artista ni tengo pensado serlo. Lo cierto es que no me lo tomé a mal, incluso
me resultó gracioso, aunque supongo que no lo es. Quizá porque a lo que vengo
estando acostumbrada es a otro tipo de afirmaciones y gestos mucho más contradictorios
y molestos cuando por fin respondo a la habitual pregunta de: “oye, ¿y tú que
has estudiado?”. Mi experiencia me ha permitido establecer tres posibles
respuestas estándar: “¡qué bonito!”, “muy interesante, pero que poca salida
tiene” y “¿para qué?”. Obviamente, las
respuestas pueden ser infinitas, pero estoy completamente segura de que todo historiador
del arte ha escuchado cada una de las anteriores al menos una vez en su vida,
siendo con toda probabilidad la primera la menos habitual.
“¡Qué bonito!”. Y me refiero al “¡qué bonito!”
sincero, al que alguien pronuncia con una media sonrisa en la cara y con una
chispa de apasionamiento en los ojos. Esto suele pillar al historiador el arte
en cuestión tan desconcertado por la falta de costumbre que cuando lo escucha
le apetece aplaudir o abrazar a su interlocutor. Es habitual también que dicho
interlocutor muestre interés por la materia y pregunte o comente algo sobre un
famoso artista. Puede que el comentario haya sido sobre el artista que más
odias, o haya sido una afirmación errónea, o una pregunta a la que no has
sabido responder tan bien como te habría gustado; pero qué gran satisfacción se
siente al comprobar que en esta sociedad en la que nada importa más allá de
conseguir un oficio y de salir un viernes a tomar una copa, existen aún
individuos con un mínimo interés y conocimiento sobre algo tan valioso como lo
son la historia y la cultura. En la mayoría de las ocasiones estas personas son
doctas en otras materias y dedicadas a otros oficios, generalmente de ciencias,
y que, lejos de considerar la cultura como un asunto menor y de ningún interés,
hacen de la historia y del arte una afición que les aleja de una existencia
insulsa y les dota de un criterio verdaderamente valioso ante cualquier asunto
contemporáneo.
Sin embargo, es mucho más común observar un rostro
de aprobación, o incluso a veces una mueca con cierta sorna, a la que sigue la
siguiente afirmación: “muy interesante, pero eso tiene poca salida”. Aquí el
historiador del arte se siente, como no es de extrañar, enormemente incómodo,
pues tras tales palabras uno se ve en la repentina obligación de justificarse. ¿Por
qué tengo que justificar ante ti, conocido o desconocido, mi decisión? Y lo que
aún tiene más delito ¿por qué no sólo tengo que justificarme yo, sino
justificar al mismo tiempo el valor de la Historia del Arte como ciencia digna
de estudio? La Historia del Arte, así como cualquier otra carrera de la rama de
las Humanidades, son los estudios universitarios por excelencia. Otra cosa es,
que la sociedad actual no priorice el estudio de las mismas y que por lo tanto,
los oficios destinados a los que somos profesionales en cualquier rama de las
letras sean cada vez más reducidos o inexistentes. Y qué gran error, pues la
crisis actual no es económica, sino que es una crisis de valores, producto de
una sociedad inculta y manipulable (lo segundo es consecuencia de lo primero) y
cuyo futuro lejos de aclararse se presenta cada vez más tenebroso.
Finalmente, no estamos libres de encontrarnos con
el famoso “¿y eso para qué sirve?”, que no viene más que a confirmar todo lo
mencionado anteriormente. Puede que esta pregunta resulte menos incómoda o
molesta para el historiador, pues muchas veces se trata de una pregunta
inocente producto del desconocimiento y de la confusión no demasiado
descabellada entre las Bellas Artes y la Historia del Arte.
Aunque lo parezca, este pequeño artículo no
pretende ser una defensa a ultranza de las Humanidades, en tanto han de ser
consideradas superiores o mejores que las demás profesiones, pues toda materia
es digna de estudio y cada profesional coloca o debería de colocar su granito
de arena en el mundo. Sin embargo, las pésimas circunstancias actuales en las
que las Humanidades están siendo una de las principales víctimas, hacen necesario
un texto como este. Un buen conocimiento de nuestra historia y nuestra cultura
es imprescindible. ¿Acaso no somos conscientes del gran impacto del arte en la
sociedad? ¿Por qué a lo largo de la historia distintos regímenes políticos han
hecho uso de la arquitectura y del arte en general para un mayor arraigo de su
poder? Se han construido y destruido al mismo tiempo todo tipo de obras. En
realidad, son dos caras de una misma moneda: la destrucción como mecanismo para
terminar con lo anterior y hacer que en unas pocas generaciones la gente olvide
su historia y su origen, y la consiguiente construcción del nuevo arte al
servicio del poder en cuestión. Pensemos por ejemplo en el nazismo y en el
franquismo, y en toda la propaganda política que conllevó la destrucción y la
construcción de monumentos. La ardua tarea por parte de los nazis de hacer desaparecer
obras de arte puede verse en una película para nada excepcional, pero al menos
ilustrativa, del año 2014: “The Monuments Men”. En cuanto a los edificios construidos
al servicio del poder, no hace falta salirse de nuestras fronteras para
observar la gran mole del Valle de los Caídos. En la actualidad las cosas no
han cambiado demasiado, pues no tenemos más que hacer un repaso de todos los monumentos
que ya han sido destruidos por parte del Estado Islámico.
Es obvio por lo tanto, que el desconocimiento de
nuestra cultura y de nuestro origen nos hace frágiles y fácilmente manipulables.
Creo por ello que sobran los motivos
para desterrar la falsa y alarmante idea acerca de la inutilidad de las
Humanidades y del conocimiento de la historia, pues nada es más importante en
nuestros días. ¿Aún os preguntáis entonces que para qué sirve lo que he
estudiado? Pues nada más y nada menos que para ayudar a cambiar el mundo.
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